lunes, 18 de enero de 2010

¿Quién juega con nuestros hijos?

La necesidad de jugar es connatural a todo ser humano y jugando nos relacionamos con los demás y con nosotros mismos, siendo, además de placentero, un elemento fundamental para el desarrollo cognitivo y afectivo de la persona. Jugando hemos construido modelos a los que imitar, hemos querido ser el médico que opera, el bombero que salva o el atleta que logra llegar primero; también el juego ha sido el lugar donde hemos hecho amigos, donde hemos salido de nuestra individualidad para encontrar nuestro sitio en el grupo y junto al grupo. El tipo de juguete y la cantidad de los mismos siempre ha sido lo de menos. Como muestra, vean este video:


Generación tras generación se ha tratado de favorecer el juego espontaneo del niño, y lo hemos ido acompañando en la convergencia de las dos realidades en las que se halla inmerso: la suya interior imaginaria y la del mundo exterior “de los adultos”. Pero a veces, en gran medida como consecuencia del ritmo acelerado de vida que llevamos, nuestro papel educador ha descuidado estos elementos, y hemos dejado reducido el juego a satisfacer el capricho del niño y mantenerlo entretenido durante un tiempo. Si este último planteamiento es el que nos hacemos al regalar un juguete al niño, el niño es el que manda, y ya sabemos, ellos lo quieren todo, y así están las estanterías…. En muchos casos, el miedo a la frustración del niño si no consigue lo que quiere, o la derivada por la comparación con sus semejantes, así como, la superprotección de familiares dispuestos siempre a complacer al niño para que “tenga todo lo que nosotros no hemos podido tener”, han sumergido al niño en la misma corriente consumista en la nos movemos los adultos. A veces da la impresión que nuestras frustraciones no resueltas, las quisiéramos sanar en nuestros hijos, y lo que generamos es una continuación de las mismas, ya que el niño se convertirá en un ser inmaduro e insatisfecho, repitiéndose así la cadena.

“Los juegos de los niños deberían considerarse como sus actos más serios”, decía Montaigne. Nuestra compañía es fundamental para que esta maduración sea equilibrada y constructiva. Sin ella el niño se pierde entre sus caprichos y se encuentra desprotegido a merced de un mercado que nunca satisface su apetito.

Manuel F. Fajardo Rodríguez

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